Meucci
Por Alejandro Ruiz
El tiempo es un saco de huesos al que nadie ha sabido hallarle la medida; es un obituario de recuerdos y errores que aguardan sentencia. En eso anda Antonio, en los recuerdos de aquella tarde del 7 de agosto de 1837 cuando se casó con Ester. Ella llevaba en su dedo el mismo anillo que ahora, cincuenta años más tarde, da vueltas en su mano de hombre viejo. Ella ya no está.
La conoció en el Teatro Della Pérgola, en Florencia, donde ambos trabajaban. Tras meses en la cárcel por la causa de la unificación italiana, aceptó aquella oferta como jefe de mecánica en uno de los teatros más importantes del momento: el Teatro Tacón de La Habana. Tenía entonces veintisiete años. Ester y él, toda una vida juntos hasta aquella aciaga tarde en que le dio prematura sepultura.
Hundido en su butaca gira el anillo sumido en el recuerdo. Lo hace siempre que lo asalta el pasado. Demasiado tiempo, demasiado sufrimiento inútil y gratuito desde entonces. Atrás quedan, turbios, la ilusión al cruzar el Atlántico y sus trabajos de galvanostegia para el ejército colonial español que le reportaron notoriedad y una pequeña fortuna.
La casualidad, muchos lo saben, es esa magia que recompensa a los incrédulos. Antonio trataba pacientes mediante electroterapia. En una ocasión, calculó mal la potencia del impulso eléctrico en un hombre que sufría migrañas. Con la placa de cobre dentro de su boca y los cables conectados a una batería, el grito de dolor del paciente llegó hasta la habitación contigua donde Antonio ajustaba la intensidad. Para su sorpresa, el grito pudo oírse a través del aparato. A partir de ahí, comenzó un sinfín de experimentos que le condujeron al desarrollo de lo que, con orgullo, daría en llamar teletrófono. A sus cuarenta y un años, Antonio Santi Giuseppe Meucci había inventado aquello que, al cabo, le robaría la felicidad.
Una litografía del teatro Tacón cuelga de la pared. Aún hoy le parece increíble que aquella maravilla arquitectónica fuera pasto de las llamas. Aquel incendio desolador les obligó a emigrar una vez más. Recalaron en Staten Island, donde compraron la casa de campo donde habían vivido desde entonces y en cuya bodega instaló su laboratorio. Recordaba la ilusión de Ester, lo que le encantaba pasear por los alrededores. Quién le iba a decir que tan sólo cuatro años más tarde la enfermedad la confinaría para siempre en su habitación. Pero aquello no consiguió separarlos. Fue perfeccionando el teletrófono y conectó su laboratorio con el dormitorio para poder comunicarse con ella.
Antonio sonríe; mira el dibujo que el pintor Nestore Corradi hizo del aparato en aquellos años. Ni siquiera eso le sirvió como prueba en el juicio contra Graham Bell, se lamenta; y eso que en 1860 ya había presentado públicamente su invento en una demostración en la que transmitió la voz de una cantante. Eufórico, no había podido dormir la noche anterior. Los diarios italianos de Nueva York se hicieron eco del evento y el invento prometía. Pero necesitaba dinero. El dinero es el mejor padrino del infierno, solía decir su madre. Sin embargo, su escaso dominio del inglés siempre frenó su capacidad para encontrar patrocinadores. Recurrió a capital italiano pero no lo logró. Nunca antes se había sentido tan abatido; aunque fue a peor. Problemas económicos llevaron a la fábrica que él mismo había fundado a la ruina y, ahogado por las deudas, su casa fue subastada. A partir de entonces seguirían viviendo allí pero ya no les pertenecería.
Se levanta de la butaca y observa la fotografía en la que aparece junto a Garibaldi. Había dado trabajo a muchos exiliados italianos involucrados con el movimiento, pero alojar en su casa al ilustre Piamontés había sido una de las mayores satisfacciones de su vida. La carta de su abogado, en cambio, le devuelve a la realidad. El juez Wallace ha fallado en favor de la Bell Telephone Company. No hay nada que hacer y lo sabe. Van a recurrir pero la justicia es lenta como el duelo de lo más querido; como esos eternos dieciséis años perdidos desde que trató de obtener la patente definitiva del teletrófono y solo halló dificultades. Sabía lo peligroso que era no patentar un invento pero no pudo asumir los doscientos cincuenta dólares que costaba hacerlo. Apenas pagó una patente provisional renovable anualmente por 10 dólares y sólo pudo hacerlo un par de años. Arruinado, acudió a la Western Union Telegraph Company con el fin de probar su invento en las líneas telegráficas de la empresa: era la única manera de encontrar patrocinio. Entregó una profunda descripción del prototipo y una copia del aviso legal. Tras dos años de desesperación e impotencia, de dilaciones y excusas, desestimaron su proyecto con el pretexto del extravío de toda la documentación. Graham Bell, quien trabajaba para la Western Union por aquel entonces, patentó al año siguiente un aparato muy parecido al suyo y fundó la Bell Telephone Company, de la que, sospechosamente, la Western Union poseía el veinte por ciento.
Antonio toma un recorte de periódico de hace cuatro años. Acababa entonces de firmar un contrato con la Globe Telephone Company de Philadelphia para la explotación de sus inventos. La prensa se hizo eco de su historia y de la extraña desaparición de todas sus solicitudes de la oficina de patentes. Tras dos años de creciente apoyo popular optaron por demandar a la compañía de Bell, a lo que estos respondieron con otra demanda opuesta por infringir su patente. Así comenzó la batalla legal en la que se encontraba inmerso.
Lo sabe. No vivirá para ver reconocida su autoría. Morirá solo y arruinado; quizás en esa misma butaca; quizás con el anillo de Ester entre los dedos. La tierra de las oportunidades le había mostrado su otra cara: la del oportunismo. No le quedan fuerzas para seguir luchando y su vida está vista para sentencia. Sabe a ciencia cierta que la muerte cierra pleitos y declara vencedor a quien la esquiva.
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